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Ahora parece mentira, pero en el año 2000 mi nivel de confianza en cualquier artefacto sonoro que pudiera provenir de los franceses Air superaba el listón de lo razonable y rozaba lo simplemente histérico, así de conmocionado me hallaba por el impacto de un disco («Moon Safari«, por supuesto) que me sigue pareciendo sencillamente mayúsculo. No soy ajeno a la corriente general imperante hoy en día, muy distinta a la de aquellos años, en la que la producción musical del dúo Godin/Dunckel es minusvalorada -cuando no directamente descalificada-  por su amaneramiento formal, y cuando el peso de una trayectoria claramente descendente parece haber emborronado (hasta hacerlos irreconocibles, por lo que se ve) los méritos previos, pero el hecho irrefutable es que los sonidos retrofuturísticos de aquel primer disco oficial de Air me conmovieron hasta lo indecible y abrieron la puerta al interés por un espectro sonoro al que hasta entonces no había hecho demasiado caso. Qué duda cabe que por esa puerta se colaron -también- un montón de grupos insustaciales y musiquitas de ascensor, pero ése era yo, no voy a negarlo: buscando con una cierta ansiedad por las tiendas de discos por un poco más de aquello, trasteando en la sección de música electrónica  -hasta entonces un terreno vedado para mi- como un yonqui del downtempo.

Aún había de pasar un tiempo hasta que llegara «10.000 hz. Legend«, el segundo disco  -no el que muchos esperábamos, qué duda cabe, pero tampoco el álbum horrible que la crítica se empeñó en dibujar-  con el que el dúo abandonaba el espacio exterior y se adentraba en terrenos más pantanosos, pero en febrero del 2000 sucedió algo que en cierto modo nos cogió por sorpresa: la publicación de la banda sonora de «The Virgin Suicides«, la película con la que la hijísima de Francis F. Coppola debutaba en el cine, a cargo de los de Versalles. Quizá la sorpresa no tuviera tanto que ver con el estilo de la pareja (a fin de cuentas, la melancólica música de la banda tenía un componente evocador muy cinematográfico), como con el hecho de que un grupo recién aparecido en la escena internacional, y al que de forma generalizada y no demasiado precisa se le asociaba con la etiqueta chill-out, monopolizara de tal manera el que entonces se percibía como un capricho de niña pija sufragado por su famosérrimo padre.

Sin entrar en el debate -a mí me sigue chiflando aquella película, pero supongo que no es mi terreno- acerca de las virtudes de aquel debut cinematográfico, uno diría que las tres sensibilidades intervinientes en el film (la de la novela original del gran Jeffrey Eugenides, a quien precisamente descubrí entonces; la de la cineasta que mucho más allá de los medios a su alcance se reveló como una autora de estilo propio, y la de los mencionados músicos) fueron capaces de amoldarse con perfecta plasticidad, unos a otros. La melancolía dulzona que desprendía la tristísima historia de las hermanas Lisbon encontraba perfecto acomodo en aquel universo de cuadernos escolares pintarrajeados, muestras gratuitas de colonia y colores pastel capturado por la cámara de Coppola, y del mismo modo la densidad mercurial y notas graves de las composiciones musicales de Air acompañaban esas escenas de un interior asfixiante pero no exento de poesía. Atrapadas en una suave cárcel que las ha privado de cualquier contexto social y las ha desconectado de su época, las cinco hermanas se abandonan (pese a las diferencias de edad entre ellas, uno no deja de percibir una cierta coreografía adolescente compartida, como si a todas ellas las animara un mismo espíritu) a la tragedia de forma sumisa, casi paliativa, y del mismo modo la música (instrumental, en su mayoría) se presenta con un sonido anestésico. Algunos diálogos de la película se recogen amortiguados, como llegando a nosotros desde detrás del muro que aprisiona a las hermanas, y la psicodelia de la época -la película se ambienta a mediados de los años 70- se presenta en su vertiente menos enérgica y más adormecida. A pesar de las lógicas diferencias de criterio entre unos y otros -los músicos no dudarían en evidenciar algunos años después sus divergencias con respecto a algunas decisiones de la joven directora- las trece canciones compuestas para la película sintonizaron perfectamente con la atmósfera enfermiza que parecía respirarse en aquella casa de un suburbio estadounidense, y acabaron por conformar una banda sonora sorprendentemente madura para un grupo con tan poco recorrido.

Inevitable terminar refiriéndonos a «Playground Love«, la única pista vocal del disco y probablemente la única que satisfizo a quien esperaba que los Air compositores de bandas sonoras se parecieran a los Air de «Moon Safari«. Quizás no tan oscura como el resto de cortes del score, pero tampoco tan luminosa como las pistas llenas de optimismo de aquel disco de debut, la canción estaba clarísimamente influenciada por el «The Dark Side Of The Moon» de Pink Floyd (yo hasta señalaría «The Great Gig In The Sky» como inspiración principal, no hay más que fijarse en el evidente parecido melódico, o entre el saxo que abre el «Us & Them» de los británicos, y el solo de Hugo Ferran) pero capturaba como ninguna la angustia adolescente que justamente retrataba la película. Pretenciosa, pesimista y sentimental como sólo puede ser la declaración de amor de un quinceañero, arrebatadora en su hermosa inocencia, la pista contó con la colaboración de un tal Gordon Tracks como compositor, vocalista y baterista (aquel resultó ser un seudónimo bajo el que se escondía Thomas Mars, futura estrella del pop como vocalista de Phoenix y  -rizando el rizo- futuro marido de Sofia Coppola) y se convirtió de pleno derecho en una de mis mayores obsesiones musicales de aquel cambio de milenio.

Un pensamiento en “Playground Love – Air

  1. Que fuerte me pegó. Yo creo que este disco llegó a mis manos a través de D. y posiblemente era hasta tuyo.

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